2022-11-18 14:34:56.-
En su intervención ante la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático COP27, el secretario general de ese organismo, Antonio Guterres, alertó que perseverar en los objetivos de contención del calentamiento global es un asunto de mantener a la gente con vida. Por ello, planteó que no es el momento de recriminaciones; echarse la culpa unos a otros es la receta de la destrucción mutua asegurada, y propuso que la manera más efectiva de subsanar la clara falta de confianza entre el Norte y el Sur es un acuerdo ambicioso y creíble sobre las pérdidas y daños y el apoyo financiero a los países en vías de desarrollo.
Si bien el funcionario tiene la razón al afirmar que las palabras deben traducirse en actos con la finalidad de evitar (o, al menos, atenuar) una catástrofe planetaria, se antoja difícil remontar la desconfianza hacia las naciones del Norte en tanto no se aborden las profundas raíces históricas de los recelos que experimenta el Sur global. En primera instancia, las preocupaciones ambientalistas de los países ricos suenan huecas y hasta irónicas a oídos de regiones en las que la devastación de los ecosistemas comenzó no por impulso propio, sino como resultado de la irrupción de las potencias coloniales con su lógica de despojo, esclavitud e imposición violenta: ya fuera por la destrucción de bosques y selvas para establecer gigantescas plantaciones de caña de azúcar, algodón, café, tabaco, caucho, plátano, soya o palma de aceite, entre otros monocultivos; la contaminación de mantos freáticos para extraer minerales industriales o preciosos (proceso que no sólo no se ha detenido, sino que en la actualidad se realiza a escalas de auténtica depredación); o una combinación de ambas, sumada al envenenamiento de la atmósfera, para echar a andar el gran complejo hidrocarburífero. Desde el siglo XVI hasta hoy las mayorías sociales de América Latina y el Caribe, África y buena parte de Asia han sido víctimas, no agentes, de la agresión contra el medio ambiente.
En segundo lugar, el presunto giro ambientalista no trajo consigo un nuevo trato en las relaciones Norte-Sur; por el contrario, prevalece un neocolonialismo disfrazado de ecologismo mediante el cual se busca imponer una agenda ambiental hecha a la medida de losintereses económicos y geopolíticos de Occidente, con la promoción descarada de tecnologías, equipos y trasnacionales de Estados Unidos, Canadá, Japón, Australia, Israel, Corea del Sur y Europa; la centenaria intromisión en la soberanía de las ex colonias, así como la exigencia de renuncias a aspectos clave del desarrollo. Tampoco contribuye al entendimiento el empeño en ocultar las responsabilidades diferenciadas, por ejemplo, el hecho de que Estados Unidos es el origen de una cuarta parte de todas las emisiones acumuladas de gases de efecto invernadero desde el inicio de la era industrial.
Como si se tratara de arrojar un balde de agua fría a las tibias esperanzas depositadas en la COP27, la empresa petrolera estadunidense más grande, Exxon Mobil, divulgó un reporte según el cual para 2050 el petróleo y el gas natural mantendrán una participación de 55 por ciento en los requerimientos energéticos mundiales, que para colmo serán 15 por ciento superiores a los actuales. Está claro que dichas estimaciones se encuentran influidas por los intereses de la trasnacional, pero también muestran que la transición energética se encuentra más lejos de lo que muchos calculan o exigen.
Así las cosas, es evidente que antes de imponer agendas y objetivos a las sociedades con menos culpa en la actual crisis climática, las naciones ricas deben revisar sus propias responsabilidades y controlar a sus grandes corporaciones contaminantes que siguen poniendo el lucro por encima de cualquier otra consideración, incluso la supervivencia.